Comprobé que en el bolsillo tenía
los papelitos rosas que me había traído de casa y en la hora del patio me armé
de valor. Bueno, mi amiga fue la que me convenció para que lo hiciéramos y,
lógicamente, yo no iba a ser menos porque era yo quien de verdad sentía algo
por ese compañero.
Y es que, a quién no le podía gustar un niño rubito con ojos
azules, sonriente… aunque creo que lo que realmente me interesó de él, durante
toda la escolaridad, fue su posible lado salvaje oculto bajo el arañazo que su
gato le había dejado impreso en su mejilla.
Pues bien, cogimos un
par de lápices, rellenamos una a una las veinte o treinta tarjetas con pequeños
corazones y nuestras iniciales y, cuando creímos que no nos miraba nadie, las
lanzamos dentro de su mochila. Las dos nos reímos un buen rato. Bueno, mentira,
yo menos, que en el fondo estaba nerviosa por saber la respuesta, aunque no la
que obtuve al día siguiente:
—¡Que sepas que he tirado todos los papeles a la basura! —gritó
para que todos los demás lo escucharan.
—Pues me da igual, era de broma —dije en seguida para
intentar defenderme.
Más
tarde, mientras jugábamos al escondite, él se puso detrás de la misma columna que
yo, chocando contra mí, y, antes de que le devolviera el empujón, me dio un fugaz
besito en la mejilla, se fue y, al irse sin mirar, le cogió el que pagaba.
—Ha
tirado tus papeles y encima quería quitarte el sitio. Es un poco tonto,
¿quieres que le diga algo? Porque como no ha tirado mis papeles igual a mí me
hace caso —me dijo mi amiga en tono triunfante.
—No hace falta, ya le he dado un
empujón para que lo pillaran —dije sin quitarle la ilusión pero dándole a
entender que no hacía falta que nadie me defendiera. A ver, que la que en
realidad se había llevado el premio era yo, aunque fuera con su ayuda.
Es posible que me inventara una
realidad que no había pasado o que pasara en realidad, pero me lo guardé
siempre como mi primera conquista. Eso sí, él nunca lo afirmará y yo negaré
haberlo contado.
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