Clic, clic, clic. De la calculadora están a punto de saltar los
números. Apenas queda ya rodillo en el
que escribir cuentas, pero aún no ha acabado. Se acerca la hora de cerrar el
asunto, de dejarlo hasta mañana y quiere darse prisa. Una pequeñaja le mira
sentada desde el otro lado del escritorio, sonriéndole, aguardando por lo que
tiene que suceder esta tarde de verano. Para que la espera sea menos espera, él
le ofrece un entretenimiento. Clic, clic, clic. Ella le imita en su trabajo.
Por fin, tres cuartos de hora más tarde
puede cerrar la última carpeta. Le da la mano a la niña y se van los dos
cogidos a la calle. Allí, ella se lanza hacia la bicicleta que hoy ya sólo
tiene dos ruedas.
—No me sueltes, ¿eh? —y comienza a pedalear mientras él agarra la bicicleta
por detrás.
—No te suelto —le contesta.
Ella, que oye desde lo lejos su
respuesta, se para en seco, dándose cuenta de que, si ya no está agarrándole,
se va a caer.
—¡Me has mentido! —dice con pequeño enfado, sin pensar lo que acaba de
suceder, y él sonríe porque su promesa se ha cumplido.
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