Esa noche dormíamos en casa de la abuela y estábamos obligados a cenar en silencio
en la estrecha terraza. Alrededor de la pequeña mesa de madera estaban las tres
sillas de plástico que siempre nos sorteábamos. Solo uno sería el ganador. Solo
uno no se sentaría al lado de las persianas mallorquinas que daban a la
habitación de invitados. Y, como de costumbre, no era yo.
Una única luz
desnuda, que colgaba de un viejo cable, medio iluminaba la estantería que había
por encima de nuestras cabezas. Y ahí, sobre las cuarteadas tablas, estaba él.
El regalo de mi tío nos miraba con unos ojos prácticamente fuera de sus
órbitas. Las sombras se balanceaban en su rostro. Las líneas rojas, que
marcaban una boca desproporcionada, parecían de tanto en tanto separase y sonreírnos
de forma malvada. Nos parecía enorme y feo, feo como solo un muñeco de feria
podía ser.
A cada mirada
nuestra, también por turnos, parecía estar más dispuesto a saltarnos encima. No
aguantaría mucho esa posición y nosotros tampoco ese nudo que nos impedía acabarnos
la cena. Tomamos una decisión drástica. Esa vez nada de piedra, papel o
tijeras, era el momento de actuar juntos. Uno aguantó la silla mientras el más
alto se subió para darle alcance. El tercero aguardó debajo para cogerlo al
vuelo. Con el pulso acelerado pusimos el muñeco, que continuaba riéndose de
nosotros, sobre la mesa y acabamos con él antes de que él acabara con nosotros.
Lo sacrificamos por el bien común. Un miedo menos.
miedoooo! bien hecho lo del sacrificio! :D
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