"Por fin, después de sesenta minutos dando vueltas por la habitación,
pensado si bajar o no, de mirarse al espejo e intentar darse fuerzas para
hacerlo, decidió con un impulso repentino colocarse bien el flequillo,
arreglarse la línea negra en el párpado y salir de la maldita habitación que
tantas tardes le tenía encerrada.
Una vez fuera respiró hondo un par de veces y giró hacia su derecha. Dejó
atrás su habitación y otras tres más, entrando en la siguiente. Su amiga, que
había vuelto a casa el fin semana, le había dejado las llaves para que pudiese
coger lo que necesitara de la pequeña nevera que compartían. Y en ese momento,
bien necesitaba lo que había allí dentro. Abrió el frigorífico, destapó la
botella, bebió directamente un par de tragos y llenó un vaso para el camino.
Después de un suspiro y otro trago creyó tener más fuerzas.
Dejó la habitación y giró su
cuerpo a la izquierda. Cuando pasó otra vez por enfrente de sus aposentos,
sintió un fuerte impulso a entrar, pero pudo redirigir sus intenciones y caminó
hacia las escaleras no principales.
Bajó cuatro pisos, vaciando el vaso en cada uno de ellos y
sobresaltándose cada vez que se encontraba a compañeros que circulaban por su
mismo camino. Con grandes esfuerzos consiguió llegar donde las escaleras
morían. Saludó a las máquinas de refrescos y comida, que poco habían ganado con
sus aportaciones durante los tres años que llevaba viviendo allí, y paró en los
lavabos para comprobar si todo iba bien en su rostro.
Llegó al salón, donde la gente seguía brindando por el fin de los
exámenes, donde todos estaban en grupos indefinidos hablando y riendo, pero
allí no estaba la persona que estaba buscando, así que solo le queda mirar en
un lugar, el bar. Se llevó el vaso a la boca, con la sorpresa de que ya no le
quedaba nada, y se adentró en él, directa a la barra para pedir más
combustible, mirando fugazmente a través de las caras, buscando a una en
particular. Pero no esta vez tampoco encontró nada.
Pensó que su búsqueda había sido muy rápida y aprovechó el poco rato que
tardaron en atenderle y servirle para intentar relajarse un poco, saludar a
algunas personas, quienes se sorprendieron en verla allí, y siguió buscando a
su deseada victoria para ese día. Él tenía que estar en algún lado, ese fin de
semana no se había marchado. Llevaban ya un
tiempo tonteando y hoy aún no se habían visto. Nada,
por ahí parecía no aparecer.
Absorbió su copa, y pidió otra más para el camino de vuelta al cuarto
piso. Salió del bar, estudió a la gente de la sala y se marchó parando en los
lavabos para que nadie viera que de sus ojos había un par de gotas de agua
salada que pretendían escapar. Escondida, esas gotas salieron al exterior sin
censura, dibujando una estela en su rostro, estropeando el maquillaje que tanto
había estado preparado.
Era una tontería sentirse así, y ella lo sabía a la perfección. Más que
defraudada se sentía tonta, estúpida por haber hecho todo el ritual anterior,
por haber necesitado valor exterior. Simplemente, pensó, lo que debía hacer
era lo que deseaba en cada momento. Porque él no estuviera allí, no se tenía
que dar por vencida, eso no era lo que quería.
Interrumpió la sesión melodramática, hizo desaparecer el recorrido de las
aguas, se miró en el espejo para, por segunda vez, comprobar su expresión y
forzó una sonrisa para mejorarla. Más animada, y con el objetivo bien fijado,
puso rumbo a su habitación, la de él.
En el descansillo del segundo piso, topó de frente con una camisa granate
y unos pantalones tejanos que bajaban a gran velocidad de algún piso superior. ¡Te encontré!, pensó ella. Te encontré, quiso decir él, pero sus
labios estaban sellados, solo se movían al ritmo que marcaba su sello, los
labios de ella.
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