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Ocho paradas
Mientras esperaba sola, mientras el viento, producido por el tercer metro
que dejaba pasar, me hacía bailar los mechones fugitivos de mi simple peinado,
recordé lo necesario que había sido para mí recorrer cada mañana la misma línea
y el dolor que ahora me suponía.
Por qué los recuerdos me avasallaban otra vez… no lo sé. Creía que mi
corazón estaba cicatrizando. Quizás anhelaba estar enamorada o simplemente
porque el cielo estaba triste y yo no podía permitir que mi gran aliado en esas
noches de soledad ahora llorase solo,
porque cuando más lo hube necesitado, estuvo a mi lado.
Escribiré, pensé. Escribiré mientras vuelvo a recorrer esas ocho paradas,
después de un verano intentando olvidar. Escribiré lo sucedido, probablemente
mi tristeza sea menos tristeza si la comparto.
Cada día intentaba retrasar el momento de apagar la alarma de mi
despertador, pero en mi interior había algo que me lo impedía, ¡debía llegar a
tiempo! Me levantaba. Me metía en la ducha y, en diez minutos, lista. Calentaba
algo de leche, un desayuno rápido. Me secaba el pelo y salía por la puerta.
Hora: 8.31am. A veces, con las prisas, se me olvidaba algo importante y tenía
que volver a entrar. Cuando sucedía eso, salía un poco más rápido de lo normal,
para poder recuperar esos minutos perdidos. Ticaba
en el metro e iba hacia mi línea. Si llegaba a la vez que el metro, era buena
señal. Me subía y, siempre en el último vagón, esperaba nerviosa. Solo dos
paradas y siempre entraba él.
Dos trimestres de miradas cruzadas, sin palabras, sin saber a dónde iba
después de bajar en la misma parada y acompañarme, por simple casualidad, a mi
trabajo. Él se alejaba y yo no tenía manera de saber hacia dónde. Después de Semana Santa, en el intercambiador
de La Pau, me encontré a un amigo mío y resultó que se conocían también. Por
fin, surgieron las primeras palabras. A partir de entonces no solo nos vimos
por las mañanas.
Dos meses geniales: risas, preguntas, charlas hasta las tres de la mañana,
vueltas en su coche, fiestas con sus amigos, con los míos, propuestas de viajar
juntos… Todo era perfecto. Pensaba que un nuevo marinerito se estaba haciendo
un hueco en mi pequeño buque que tantos golpes había sufrido anteriormente.
Pensaba que él iba a saber navegarlo.
Aún puedo sentir el estruendo cuando chocamos. Y aún no sé contra qué, no
había nada en el horizonte, solo un mar en calma. Supongo que no resultó ser
tan buen marinero.
Un lunes, después de una semana sin habernos podido ver, cuando él subió en
el Clot, mi sonrisa y mis ganas de verlo desaparecieron tras sus palabras. Me
dijo que ya no sentía nada por mí. Ocho paradas escuchando pensamientos
inconexos que surgían de su boca, intentando aguantar las lágrimas que se
asomaban por mis ojos, sin poder salir de ahí porque no podía llegar tarde al trabajo.
Mi barco se hundía, no estaba resistiendo el último golpe, pero por suerte
estaba bien equipado y encontré la solución para no ahogarme.
Y ahí estaba yo, habiendo dejado pasar tres metros antes de decidirme a
coger las suficientes fuerzas para sobrellevar el volver a recordar, pensando
que así no coincidiría con él. Pero solo dos paradas y mi mano dejó de
escribir. Solo dos paradas, y él volvió a entrar.
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