El tercer metro que dejaba pasar, me hizo bailar los mechones fugitivos del peinado. Por suerte en el bolsillo tenía una horquilla que me solucionó el problema. Intenté seguir escribiendo, forzando la distracción. No quería subir, no estaba preparada, pero no podía llegar tarde al trabajo. Esperé un minuto y medio más y me atreví a entrar.
Cada día intentaba retrasar el momento de apagar la alarma de mi despertador, pero en mi interior había algo que me lo impedía. Debía llegar a tiempo, así que me levantaba, me duchaba, calentaba algo de leche y me secaba el pelo. A las 8.31am salía por la puerta y si no era así, de camino al metro andaba más rápido de lo normal, recuperando los minutos perdidos. Me subía, siempre en el último vagón, y esperaba nerviosa. Solo dos paradas y siempre entraba él. Su fragancia con un toque de pimienta se extendía rápidamente y en pocos segundos llegaba mi estornudo, su mirada y su sonrisa.
Fueron dos trimestres de miradas cruzadas, sin palabras, bajando en la misma parada y acompañándome, por simple casualidad y a un par de metros de distancia, a mi trabajo. Luego él se alejaba y yo no tenía manera de saber hacia dónde.
Después de Semana Santa, en el intercambiador de La Pau, me encontré a un amigo mío y resultó que se conocían también. Por fin se dieron las primeras palabras y, a partir de entonces, no solo nos vimos por las mañanas.
Fue pasando el tiempo, y pensaba que el nuevo marinerito se estaba haciendo un hueco en mi pequeño buque que tantos golpes había sufrido anteriormente. Pensaba que él iba a saber navegarlo. Pero aún puedo sentir el estruendo cuando chocamos. Aunque todavía no sé contra qué, no había nada en el horizonte, solo un mar en calma. Supongo que no resultó ser tan buen marinero.
Dos años después, un lunes, después de una semana sin habernos podido ver, a penas a unos días de comenzar las vacaciones de verano, cuando él subió en el Clot, mi sonrisa y mis ganas de verlo desaparecieron tras sus palabras. Ocho paradas escuchando pensamientos inconexos que surgían de su boca. Ocho paradas intentando aguantar las lágrimas que se asomaban por mis ojos, sin poder salir de ahí porque no podía llegar tarde al trabajo. Mi barco se hundía, no estaba resistiendo el último golpe, aunque por suerte estaba bien equipado y encontré la solución para no ahogarme.
Y ahí estaba yo, habiendo dejado pasar tres metros antes de decidirme a coger las suficientes fuerzas para sobrellevar el volver a recordar, pensando que así no coincidiría con él. Pero solo dos paradas y mi mano dejó de escribir. Solo dos paradas y, ¡achís!, él volvió a entrar.