viernes, 13 de octubre de 2017

...ella y yo

Este verano me tocaba el turno a mí. Debo confesar que no me he inspirado mucho y que le acabaré cambiando la ropa. Pero no podía ser que no tuviera ningún muñeco de los que de tanto en tanto hago.

Al final lo acabé, deprisa y corriendo. Pero eso ahora ya no importa. Después de acabarlo aproveché para "hacerme" unas fotos con una de mis perdiciones cada vez que voy a casa: abrazar a mi perrita. 

Ahora ya no podré hacerlo más. Hace un par de semanas se nos fue. Estaba mayor y ya no nos reconocía todo el tiempo, pero los abrazos y los pequeños momentos de juego le hacían ser la de siempre. 



domingo, 2 de abril de 2017

...muñecos VII - Adivina quién eres

Esta vez vamos a jugar un poco: si adivinas quién eres, te regalo la muñequita. 

Has sido muy difícil de hacer y, sinceramente, no sé si he acertado. No llevas siempre el pelo igual y tienes infinita ropa. 

Te he intentado hacer con alguno de tus últimos looks: rubia y pelo largo (ya sé que igual no has ido tan rubia y el pelo es exageradamente largo, pero es un muñeco). 

De todas maneras, hay un pequeño detalle (una pequeña cosa que antes no llevabas y ahora sí) que si te fijas lo encontrarás y sabrás que eres tú. 

Así que juguemos, ¿Eres tú?


La chaqueta ha sido muy complicada de hacer. Todavía le estoy pillando el truquillo a la máquina de coser, pero aún me queda camino. 




martes, 14 de febrero de 2017

...ocho paradas (versión 2.0)

El tercer metro que dejaba pasar, me hizo bailar los mechones fugitivos del peinado. Por suerte en el bolsillo tenía una horquilla que me solucionó el problema. Intenté seguir escribiendo, forzando la distracción. No quería subir, no estaba preparada, pero no podía llegar tarde al trabajo. Esperé un minuto y medio más y me atreví a entrar. 

Cada día intentaba retrasar el momento de apagar la alarma de mi despertador, pero en mi interior había algo que me lo impedía. Debía llegar a tiempo, así que me levantaba, me duchaba, calentaba algo de leche y me secaba el pelo. A las 8.31am salía por la puerta y si no era así, de camino al metro andaba más rápido de lo normal, recuperando los minutos perdidos. Me subía, siempre en el último vagón, y esperaba nerviosa. Solo dos paradas y siempre entraba él. Su fragancia con un toque de pimienta se extendía rápidamente y en pocos segundos llegaba mi estornudo, su mirada y su sonrisa.

Fueron dos trimestres de miradas cruzadas, sin palabras, bajando en la misma parada y acompañándome, por simple casualidad y a un par de metros de distancia, a mi trabajo. Luego él se alejaba y yo no tenía manera de saber hacia dónde. 

Después de Semana Santa, en el intercambiador de La Pau, me encontré a un amigo mío y resultó que se conocían también. Por fin se dieron las primeras palabras y, a partir de entonces, no solo nos vimos por las mañanas.

Fue pasando el tiempo, y pensaba que el nuevo marinerito se estaba haciendo un hueco en mi pequeño buque que tantos golpes había sufrido anteriormente. Pensaba que él iba a saber navegarlo. Pero aún puedo sentir el estruendo cuando chocamos. Aunque todavía no sé contra qué, no había nada en el horizonte, solo un mar en calma. Supongo que no resultó ser tan buen marinero. 

Dos años después, un lunes, después de una semana sin habernos podido ver, a penas a unos días de comenzar las vacaciones de verano, cuando él subió en el Clot, mi sonrisa y mis ganas de verlo desaparecieron tras sus palabras. Ocho paradas escuchando pensamientos inconexos que surgían de su boca. Ocho paradas intentando aguantar las lágrimas que se asomaban por mis ojos, sin poder salir de ahí porque no podía llegar tarde al trabajo. Mi barco se hundía, no estaba resistiendo el último golpe, aunque por suerte estaba bien equipado y encontré la solución para no ahogarme.

Y ahí estaba yo, habiendo dejado pasar tres metros antes de decidirme a coger las suficientes fuerzas para sobrellevar el volver a recordar, pensando que así no coincidiría con él. Pero solo dos paradas y mi mano dejó de escribir. Solo dos paradas y, ¡achís!, él volvió a entrar. 

martes, 31 de enero de 2017

...un instante

Había dejado a propósito la persiana a medio bajar para que la luz le diera directamente en los ojos. No era un buen día para dormir hasta la hora de comer, pero no quería levantarse y hacer frente a la verdadera razón por la que estaba en casa. Estiró la mano hacia el primer cajón de la mesita de noche y de ahí sacó una camiseta que se puso a modo de antifaz. Justo cuando estaba a punto de dormirse otra vez, su madre y su hermana, menos perezosas, más realistas, entraron sigilosas.

- Tu hermano nos ha pedido que te grabemos el anillo, ¿dónde lo tienes? A ver si nos da tiempo a hacerlo hoy. Tú como si no supieras nada.

Desde hacía unos días, ella había decidido heredar ese anillo. Aunque le venía enorme, no se lo había quitado en ningún momento, pero se lo dio enseguida y se decidió definitivamente a aprovechar todos los momentos que pudiese, todas las conversaciones sin sentido y las compañías silenciosas mientras él dormía. 

Por la tarde, de repente, él entró en su habitación:

- ¿Y tú qué, te regalo algo y ya lo has perdido? -le preguntaba tras un rostro pálido, consumido, con una mirada un tanto perdida pero con una sonrisa enrome. 

- No, me lo quité para no perderlo - le respondió ella pensando que quizás tendría que haber contestado como si no supiera de qué le hablaba. Aunque en realidad eso no tenía importancia, al menos él no pareció darse cuenta.

En seguida le dio el anillo y ella leyó para sí misma el grabado mientras él hablaba.

- Es verdad, siempre lo he estado.

Ella solo podía pensar que, dentro de ese mundo surrealista, confuso y predecible que estaban viviendo, se podía encontrar algún recuerdo que conservar. No supo qué decirle como respuesta más que un abrazo real que, esta vez sí, sería el último.