sábado, 16 de febrero de 2013

...piedra, papel, tijeras


      Esa noche dormíamos en casa de la abuela y estábamos obligados a cenar en silencio en la estrecha terraza. Alrededor de la pequeña mesa de madera estaban las tres sillas de plástico que siempre nos sorteábamos. Solo uno sería el ganador. Solo uno no se sentaría al lado de las persianas mallorquinas que daban a la habitación de invitados. Y, como de costumbre, no era yo.
   Una única luz desnuda, que colgaba de un viejo cable, medio iluminaba la estantería que había por encima de nuestras cabezas. Y ahí, sobre las cuarteadas tablas, estaba él. El regalo de mi tío nos miraba con unos ojos prácticamente fuera de sus órbitas. Las sombras se balanceaban en su rostro. Las líneas rojas, que marcaban una boca desproporcionada, parecían de tanto en tanto separase y sonreírnos de forma malvada. Nos parecía enorme y feo, feo como solo un muñeco de feria podía ser.
   A cada mirada nuestra, también por turnos, parecía estar más dispuesto a saltarnos encima. No aguantaría mucho esa posición y nosotros tampoco ese nudo que nos impedía acabarnos la cena. Tomamos una decisión drástica. Esa vez nada de piedra, papel o tijeras, era el momento de actuar juntos. Uno aguantó la silla mientras el más alto se subió para darle alcance. El tercero aguardó debajo para cogerlo al vuelo. Con el pulso acelerado pusimos el muñeco, que continuaba riéndose de nosotros, sobre la mesa y acabamos con él antes de que él acabara con nosotros. Lo sacrificamos por el bien común. Un miedo menos.